Luna llena

Mis padres siempre han sido muy estrictos y conservadores.

Tras tres hijos varones, el haber tenido una niña les había hecho ser mas benevolentes conmigo, mucho más que con mis hermanos.

Aún y con esas, de que siempre fui la princesita de la casa, mis padres procuraron que fuese una señorita educada y que se notara que venía de buena familia.

Me pasaba todo el año en un colegio de monjas meramente femenino a las afueras de la ciudad; iba a ballet y tocaba la flauta travesera; y cada verano, pasaba un mes en un campamento diferente, en países distintos, para que así aprendiera cultura e idiomas.

Aunque frente a mis progenitores siempre me lo tomaba como una alegría y lo esperaba con ansias, realmente era lo que más odiaba de mi vida.

Todo el año debía fingir ser una señorita respetable, y en el verano, mientras mis hermanos mayores se dedicaban las vacaciones enteras en campamentos de deportes, juegos de equipo y marchas a la montaña, yo salía a pasear tranquilamente por jardines, aprendía a tomar el té de diferentes maneras, y el ejercicio más excitante que hacía eran las clases de baile.

Mi único cambio era el tipo de uniforme que llevaba.

Cuando subí al autobús que me llevaba a un pueblo perdido de la mano de Dios, donde lo único que había aparte del gigantesco complejo que era al internado a donde nos dirigíamos, era una pequeña playa donde los ciudadanos del lugar se ganaban la vida pescando, jamás se me pasó por la cabeza que durante esos meses, mi vida daría una vuelta de 180 grados.

Todo era igual que siempre. Era como una replica de todos mis antiguos veranos. Los días pasaban sin que me diera cuenta. Mis sueños insípidos se entremezclaban con aquellos días que no sabían a vacaciones.

Hasta la primera tarde que salimos a pasear por el pueblo.

Me había sentado en el borde de una fuente, recogiéndome un poco el vestido en que consistía el uniforme para que no se manchara.

La tarde era tranquila y una brisa impregnada de olor a sal revolvía mis cabellos, haciendo que a veces, estos mismos me nublaran la vista del paisaje marino que se extendía ante mis ojos.

Ella se acercó y me brindó una orquilla. “Así no te molestará el pelo” fue lo único que me dijo mientras me ofrecía la sonrisa más sincera que había visto nunca.

A partir de ese momento, todo lo que yo conocía se volvió borroso.

Los días se me hacían eternos, esperando que atardeciera y terminaran las actividades, para en vez de jugar con mis compañeras, bajar al pueblo y poder verla.

Íbamos a la playa, tomábamos batidos en la única cafetería que había, paseábamos por la plaza de la iglesia… pero siempre cogidas de las manos.

Fue un gesto insignificante, pero que en poco tiempo, se volvió necesario para mí. No podía dar dos pasos sin notar que mi mano estaba fría al no tener la suya entrelazada.

Sus risas, las miradas distraídas, las bromas, todo lo que ella me regalaba hacía que dentro de mí creciera algo que nunca había sentido. Estaba cambiando, y lo sabía. Ya no era la misma que había llegado semanas atrás. Ya no era una muñeca de porcelana. Ahora estaba viva.

“Esta noche hay luna llena” dijo una tarde mientras me acompañaba de vuelta al internado. “Me encantaría que pudiéramos verla juntas, dicen que va a ser la noche que más cerca estará la luna del planeta”

El mero hecho de imaginarme pasando la noche con ella hizo que casi no tuviera que convencerme para que planeáramos mi escape sin que nadie se enterase.

Y sin que fuera del todo consciente de lo que sucedía a mi alrededor, nos encontrábamos andando hacia un puente viejo y olvidado sobre los acantilados que bordeaban el gran azul.

Ella no paraba de hablar, halagándome con piropos sobre lo guapa que estaba (la primera vez que me veía sin el uniforme), pero yo solo era capaz de ver la noche que se abría ante nosotras. Todo se tornaba azulado, violáceo, parecía que lo veía a través de otra persona.

Antes de llegar al puente, se colocó detrás de mi y me tapó los ojos con las manos. Dijo que todo tenía que ser una sorpresa, y aún a mi espalda, me siguió guiando, aspirando el aroma suave y dulce que desprendían sus manos tan cerca de mi nariz.

Noté las antiguas piedras a mis pies, habíamos llegado al puente, y aún así ella no dejó que viera nada.

“Prométeme que recordarás esta noche siempre” susurró a mi oído mientras lentamente bajaba las manos, rozando el contorno de mi cuerpo, descansando en mi cintura, abrazándome.

Me quedé sin respiración.

Una luna gigantesca reinaba en el cielo. Era blanca como la espuma del mar, y su luz, bañaba todo el escenario de nuestro alrededor.

Me giré. Esa luna que me había robado el alma, se reflejaba en sus ojos, brillantes, pendientes de mí.

Y me besó.

Así sin más. No hicieron falta palabras, ni caricias anunciando lo inevitable, nada. Todo eso hubiera sido una perdida de tiempo.

Juntó sus labios a los míos, y me volví etérea. La luna, el puente, la playa, el pueblo, el internado, mi familia… todo desapareció. Solo estaba ella, nada más.

El verano acabó y tuve que volver a la rutina que componía mi vida. Mis estudios, mis clases extraescolares, mis responsabilidades con mi familia y casa.

Nunca volví a aquel pueblo, ni volví a saber de ella.

Pero esa luna y ese beso, cumpliendo una vieja promesa, siempre están presentes de mis sueños.

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