No esperaba encontrármelo. Sinceramente, siempre que me lo encontraba era en los momentos más insospechados y de la manera más sorprendente.
El verano había acabado, y el otoño se adentraba con fuerza. Un aire, más invernal que de esa estación, recorría con fuerza las calles de la ciudad. Era una noche de poca luz, ya que la luna, empezando a menguar, se llevaba consigo aquella luminosidad que tanta falta hacía.
Iba enfundado en el grueso abrigo de cuero, tarareando mentalmente una pequeña pieza para piano, cuando el griterío proveniente de una taberna me distrajo.
“Estúpidos borrachos” pensé, interrumpiendo las notas que pululaban por mi mente.
Para mí era algo inadmisible. Beber una sustancia tan repugnante hasta perder el sentido solo hacía que mi estómago respondiera con arcadas, por no hablar de que mi cabeza se negaba rotundamente ante esa idea tan insensata.
Me abracé un poco a mí mismo, acelerando el paso. Deseaba llegar a casa lo antes posible, sentarme frente al escritorio, y tras tomarme una sopa caliente, plasmar al papel la música que negaba a irse de mi mente.
Pero una voz me llamó, una inconfundible voz me llamó:
- ¡Salieri! ¡Salieri espera!
Paré en seco y cerré los ojos, maldiciendo en voz baja porqué había tenido que ir por esa calle precisamente.
Me giré lentamente, sabiendo de ante mano que es lo que me iba a encontrar. Mozart estaba en medio de la calle, con el aspecto más deplorable que le había visto nunca. No hacía falta saber nada más para deducir que estaba completamente ebrio:
- Buenas noches, Herr Mozart.
- ¡Oh, vamos, Antonio! ¡Eres italiano! ¿Desde cuándo tanto germánico en tu hablar?
- Desde que me encuentro en un país germánico, Maestro.
El joven compositor sonrió ampliamente, y hizo el intento de avanzar hacia mí. Pero el alcohol que llevaba en su cuerpo se lo impidió, cayendo hacia delante… sin perder ni por un segundo la sonrisa. Incluso, desde el suelo, empezó a reírse con fuerza.
Corrí hacia él, asustado, y me agaché a su lado, ayudándole a enderezarse:
- Mozart, per favore, intente conservar un poco de la compostura.- murmuré mientras le levantaba.
- Así que usted es Herr Salieri, ¿no es cierto?- dijo una voz grave a nuestra espalda.
Me giré, intentando que Mozart siguiera de pie, encontrándome frente al que parecía ser el tabernero, o por lo menos trabajaba allí, eso me indicaba el delantal que descansaba sobre su cadera:
- Eso depende de quien lo pregunte.
- Vuestro amigo ha jurado que usted pagaría la cuenta.
Ante tal acusación, Wolfgang comenzó a reírse estruendosamente, provocándome un bote ante la sorpresa de escucharla de pronto pegada a mi oído:
- ¡Mira, Salieri, nos ha llamado amigos!- exclamó separándose de mí y caminando tambaleante ante los hombres que nos observaban divertidos desde el bar.- ¡Pero si nosotros no somos amigos! ¡Yo le odio!
Pero esas palabras no les hicieron tanta gracia a ellos como se las hacían a él. Cuando intentó colocar una mano sobre el hombro del tabernero, camarero, o lo que fuera, este le empujó con tal fuerza, que Wolfgang salió disparado hacia atrás, cayendo al suelo de espaldas:
- ¡O nos pagas, o te partimos las manos, estúpido niñato!
Solo me hizo ver durante dos segundos la cara de terror de Mozart para que una chispa de furia saltara en mi interior.
Me coloqué corriendo delante de él, protegiéndole con mi cuerpo:
- ¡Basta! ¡Quién ose acercarse a él le romperé todos los huesos del cuerpo! ¡¿Entendido?!- rebusqué entre los pliegues de mi abrigo, y al dar con la bolsa del dinero, la tiré a los pies de aquellos brutos.- No sé cuanto os debe, pero eso será más que suficiente.
Ni siquiera contaron la cantidad de monedas que podía albergar ese cacho de tela. Solo lo cogieron y volvieron al interior de la taberna, murmurando improperios contra el joven que descansaba en el suelo.
Contra todo pronóstico, él se reía a mandíbula abierta, haciendo que su cuerpo temblara con violencia:
- ¡El gran Salieri! ¡El hombre de Dios! ¡Es un héroe! ¡Se ha dignado a bajar de su nube para defender a los pobres mortales!- gritaba muerto de la risa.
Deseaba cogerle del cuello y retorcérselo. Molerle a palos. Destrozar las manos que habían amenazado con romper. Wolfgang despertaba mis peores instintos.
Pero no podía dejarlo así, tirado en la calle cual perro. Tampoco podía enviarle a su casa, y menos en ese estado:
- Levanta, Mozart, venga.- le apremié, cogiéndole de la mano y tirando de él hacia arriba.
Coloqué el brazo rodeando su espalda, dejando el suyo sobre mis hombros. Su cuerpo estaba frío, prácticamente helado, y sin embargo, sudaba copiosamente. ¿Estaría enfermo? No, imposible, Constanze jamás le habría dejado salir de casa si lo hubiera estado.
Ni siquiera preguntó hacia donde caminábamos. Era extraño, pero parecía como si hubiera estado esperando mi llegada y ahora se dejaba guiar dócilmente hacia donde yo quisiera llevarle.
Tarareaba pequeñas melodías infantiles, y se reía a carcajadas sobre ningún tema, pero no me dirigió la palabra en todo el trayecto.
Antes siquiera de llegar a mi casa, supe que iba a ser imposible el que subiera los tres pisos que separaban mi hogar de la calle, incluso con mi ayuda, aquella tarea estaba perdida de ante mano:
- No te puedes mantener ni en pie solo…- susurré, pensando en voz alta.
- ¡Claro que puedo!- exclamó, apoyándose en la pared cuando le solté.- El problema es que mis pies no quieren.
- Claro, muy lógico.- resoplé y miré hacia arriba, desalentándome tantos escalones, pero no había otra manera.- Ven aquí.
- ¿Qué piensas hacerme, Antonio? Aunque sea un hombre borracho, aún me puedo defender, ¿eh?
- Imbecille, tengo que subirte a mi casa.- dije, empezando perder la paciencia.
- ¡Pero Salieri! ¡¿Ya quieres que crucemos el umbral de casa en brazos cuándo aún no nos hemos casado?!- y nuevamente, otra ristra de carcajadas.
- ¡Cierra la boca y deja que te cargue a mi espalda!
Me sacaba totalmente de quicio. Su mera compañía me ponía nervioso y de mal humor. Pero no podía hacer otra cosa.
Él siguió riéndose durante unos minutos, pero después, obedientemente, se acercó a mí y se abrazó a mi cuello cuando le alcé, comenzando a subir la interminable escalera.
Nuevamente, el silencio se cernió sobre nosotros. Solo el ruido de mis pasos resonaba contra esas paredes… y el sonido de su respiración contra mi nuca, aunque dudaba que alguien más a parte de mí pudiera escucharlo.
Era suave, sin pausas, rítmica.
Era todo música incluso en eso.
Cuando por fin entramos en mi casa, me sentía como si hubiesen pasado días desde el incidente en la taberna. Le seguí llevando a cuestas hasta mi dormitorio, donde le deje sentado en la cama:
- No te muevas, no toques nada, no hagas nada.- le advertí mientras encendía varias velas.- Voy a poner a calentar agua y prepararé una tisana, te sentará bien.
Mozart, una vez más, dejó soltar esa risita tan pedante que tenía, pero asintió cual colegial reprendido.
Cuando salí a la sala principal, me quité la chaqueta y la arrojé con fuerza contra una de las butacas. Oculté mi rostro entre las manos y arañé mi piel superficialmente. Aquella situación me estaba comenzando a sobrepasar.
Respiré hondo mientras echaba mi cabello hacia atrás. Solo sería durante una noche. Se tomaría la bebida, caería dormido, y al día siguiente le mandaría en un carruaje rumbo a su casa.
Dios me lo había puesto en mi camino, una vez más, por una razón. Aunque desconociera cual era completamente.
Fui hasta la cocina y encendí el fogón, coloqué la olla, y mientras calentaba el aquí, me quedé en un estado de duerme vela sobre la mesa. Me sentía muy cansado, aunque no hubiese hecho nada realmente. Era solo que el saber que Mozart estaba allí, en mi casa, me agotaba mentalmente.
Preparé una manzanilla y volví con la taza caliente hacia el dormitorio.
No sé ni porqué me sorprendí cuando descubrí que Wolfgang me había desobedecido deliberadamente.
Había abierto mi buró, y tras colocar el tintero, se había puesto a escribir en mis partituras:
- Pezzo di merda… ¡¿Es que nunca puedes hacer ni una sola de las cosas que te pido?!
Dejé la taza sobre la mesilla y me acerqué a él en dos zancadas, agarrándole con fuerza del hombro para volver a colocarle en la cama.
Por favor, que la pesadilla no se complicase más.
Pero Mozart se zafó de mi agarre y siguió escribiendo:
- Calla… espera… no tardo…
Su mano se movía con rapidez, la pluma ya casi no albergaba tinta, pero estaba tan concentrado que eso parecía no importarle. Iba tarareando lo que escribía, sucediéndose una nota tras otra con fluidez.
Me quedé en silencio, mirándole embobado.
Mirando como el gran maestro trabajaba.
Y los minutos pasaban en silencio, solo siendo interrumpidos por el rasgueo de la pluma y los leves susurros de las velas. Cuando de pronto, empezó a tachar todo con violencia, rompiendo la partitura durante el acto. Gruñó enfurecido y tiró el tintero contra el suelo, ahogando un grito contra sus labios.
Aquello iba a ir a más, y lo sabía:
- ¡Mozart! ¡Para!-le cogí por los hombros y le obligué a mirarme.- ¡Ya está bien!
- ¡No! ¡Está todo mal! ¡No es lo mismo! ¡No era así!- exclamaba, notablemente alterado.
Sus ojos destelaban una desesperación que rallaba la agonía. Fui incapaz de poder decirle nada más. No encontraba las palabras que pudieran calmar tal impotencia.
Siseé bajito, como cuando intentas tranquilizar el llanto de un niño. Sin ejercer demasiada presión, le obligué a sentarse de nuevo en la cama. Y tan rápido como había venido aquel ataque, se esfumó, solo quedándole leves espasmos, que achaqué al frío que podría tener:
- Debes tomarte esto.-dije recuperando la taza, aún caliente.- Te sentará bien, créeme.
Solo bebió un sorbito, no le dio tiempo a más, ya que cuando la retiré de sus labios, las arcadas acudieron a su boca.
Dejé la taza en el suelo y saqué corriendo el orinal bajo la cama. Wolfgang se tiró al suelo, cayendo con fuerza de rodillas, y comenzó a vomitar toda la comida que su estómago podía conservar hasta ese momento.
Al principio solo pude separarme para recoger la taza y el tintero (aquel desastre iba a enloquecerme cuando tuviera que limpiarlo), pero al ver la manera en la que se doblaba para poder seguir devolviendo, y sobretodo, al escucharle lloriquear débilmente, no pude seguir quedándome al margen.
Me arrodillé a su lado, y con suavidad, retiré sus dorados cabellos, despejando su rostro, azorado debido al esfuerzo que estaba haciendo:
- Mozart, ya no tienes más que echar, déjalo.- susurré, acariciando su espalda.
- No… no me llames… así.- murmuró sin incorporarse un ápice.
- ¿Y cómo pretendes que te llame?- le pregunté, limpiando con la manga de mi camisa su barbilla manchada.
- Me llamo Wolfgang, Wolfgang Theophilus Mozart.
- ¿Theophilus?- nunca había escuchado ningún nombre más que el de Wolfgang y el de Gottlieb.
- No… eres italiano, pronúncialo bien.- ordenó como si yo fuese su criado.
Pero en esos momentos, aquello no me importó, y una sonrisa tímida se formó en mis labios:
- Wolfgang Amadeo.
- Amadé, es más bonito.
- Está bien, Wolfgang Amadé.- no pude evitar reír un poco.
En esos instantes, no se parecía ni remotamente al Mozart que estaba acostumbrado a ver. Su cuerpo aún temblaba un poco, y su voz era bastante más aguda. Algunos de sus rizos se escapaban de entre mis dedos y caían revueltos y desordenados enmarcándole el rostro.
Más bien parecía un joven enfermizo. Un muchacho que se siente mal.
Un niño.
- ¿Por qué no se van nunca?- preguntó de pronto.
No entendí en absoluto la pregunta, pero antes de que me diera tiempo para cuestionarle, se levantó de súbito, poniéndose de pie frente a mí:
- ¡Tú eres músico! ¡¿Es que tú no lo escuchas?!
- ¿El qué?- tenía miedo que le diera otro ataque como el de antes.
- ¡La música! ¡En tu cabeza!- gritó, señalándose la frente con fuerza.
- Claro que la escucho.- contesté desconcertado.- Cuando compongo esta suena y…
- ¡No! ¡No me entiendes!- ocultó su cara con las manos, visiblemente frustrado.- ¡Yo la escucho todo el tiempo! ¡A todas horas! ¡Suena una y otra vez! ¡Sin descanso!
Sus manos crispadas se pasearon por su cabellera, despeinándola aún más. Sus ojos se encontraban cerrados con fuerza y su mandíbula estaba firmemente apretada. Parecía como si estuviese conteniendo dentro de sí algo a punto de estallar:
- Wolfgang, no entiendo a que te refier…
- ¡A todo, Antonio! ¡A todo! ¡Toda la música que escribo, yo la tengo todo el tiempo en mi cabeza! ¡Sonando una y otra vez! ¡Todas las melodías al mismo tiempo!- me gritó, con los brazos extendidos como si fuera una cruz, con ese brillo de agonía de nuevo en los ojos.- ¡Tengo toda la música del mundo metida en la cabeza! ¡Y no cesa de sonar! ¡Yo intento dejarla salir! ¡Escribo siempre que puedo! Pero a veces es tan confuso… tan enrevesado… no puedo distinguir una de otra… ¡Pero ellas necesitan salir! ¡Yo necesito expulsarlas!
No era capaz siquiera de parpadear, me costaba incluso respirar mientras le escuchaba. Aquello no tenía sentido, no podía tener sentido. Pero para él parecía tan real…
No tardó mucho tiempo en comenzar a llorar fuertemente, como un niño pequeño ante un severo castigo. Las lágrimas rodaban libremente por sus mejillas como dos cascadas, y sus hombros temblaban con tal violencia, que parecía que se iba a romper de un momento a otro.
Pero nada de eso le impidió seguir hablando:
- ¡Es como tener muchas voces en la mente, y te hablan al unísono! ¡Yo intento comprenderlas! ¡Y desde que era pequeño las he dejado fluir al exterior! ¡Pero a veces es todo tan complicado! ¡¿Por qué Dios me ha castigado con esta tortura?! ¡Yo escribo música celestial! ¡¿Por qué me castiga tan cruelmente?!
Debería sentirme plenamente satisfecho. Ese era el estado al que quería reducirle. Deseaba destruirle, arruinarle, hacer que ese talento del que tanto se jactaba y humillaba a los demás, le destruyera, le consumiera como una llama de fuego a la madera. Yo había sacrificado mi vida a la música, toda para ella. Y ese niñato la moldeaba con tanta facilidad, y sin dar nada a cambio… quería verle sufrir como su música me hacía sufrir a mí.
Pero cuando tuve esa oportunidad ante mis ojos, cuando le vi en aquel estado, no pude soportarlo.
Me levanté corriendo y le abracé contra mi pecho, acariciando su cabeza con lentitud. No me había fijado hasta ese momento en lo pequeño y menudo que era. Aún tenía cuerpo de efebo.
¿Por qué alguien tan joven tenía ese don y yo no?
Ese don, que se había tornado en tortura ante mis ojos a través de los labios de Wolfgang.
Se aferró a mi camisa con fuerza, casi con dolor, y sollozó sobre mi hombro por lo que me parecieron horas.
Era tan pequeño entre mis brazos…
Poco a poco, conforme los lloros se fueron calmando, fui notando como iba dejando su peso contra mí, siendo incapaz de mantenerse sobre sus propios pies.
No estaba dormido, de eso no cabía duda, pero parecía como si hubiese agotado todas sus fuerzas.
No dije nada, no pronuncie ni una sola palabra, no sería capaz de hacerlo. Le obligué a que se tumbara en la cama. Le quité los zapatos y desabroché sus apretados pantalones antes de arroparle.
Quería salir del dormitorio, alejarme de ese chiquillo durmiente lo más que pudiera, pero mis piernas se negaron a obedecerme. Y me quedé sentado a los pies de la cama durante toda la noche, sorprendiéndome el amanecer.
Aún era muy temprano cuando bajé a la calle para buscarle un coche que le llevase a casa. No me molesté ni en despertarlo, le cargué a la espalda como había hecho durante la noche y le bajé hasta el carruaje. No se despertó en ningún momento, ni siquiera cuando le tapé con mi habitual chaqueta de cuero y acaricié una vez más sus dorados rizos.
Indiqué la dirección al cochero y le pagué unos florines para que se encargase de subirle hasta su casa si aún seguía dormido.
Me quedé en medio de la calle, aterido de frío, observando el coche alejarse. No fue hasta que una mujer se chocó conmigo que volví a al realidad y regresé a mi casa.
Necesitaba dormir, mi cuerpo parecía hecho de plomo, y mi mente estaba nublada por el cansancio. Pero me negaba a dormir entre las mismas sábanas que él.
Y con esa idea entré en el cuarto, pero el tintero con la tinta derramada cubriendo el suelo me esperaba a los pies del buró.
Debía limpiarlo ya o la madera del suelo se resentiría.
Saqué un pañuelo de uno de los cajones de la mesilla y me arrodillé para secar todo aquel desastre. Como todo lo demás que provocaba Mozart.
Aunque nuevamente, algo me impidió culminar la tarea.
Las partituras que había garabateado también se encontraban en el suelo. Era imposible leerlas, entre los tachones, el desgarro y el haber caído sobre la tinta, hacía irrealizable su lectura.
Aunque las pocas notas que se podían ver, denotaban que era una partitura para violín.
Una melodía para violín que había estado torturando a Wolfgang de tal manera, que incluso encontrándose totalmente borracho, había tenido que ponerse a trabajar en ella…
- Filglio di Puttana…
Rompí las hojas en mil pedazos.
Me levanté y abrí la ventana, dejando que ese aire tan poco otoñal recorriera la estancia, helándome hasta los huesos.
Saqué la mano a la calle y la abrí, dejando que el viento esparciera los restos de esa obra por toda la ciudad.
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