La música de una fantasía

No debía de tener más de doce años, cuando mi hermano Francesco recibió en casa unos invitados recién llegados de Nápoles. Eran amigos de nuestro padre, y mi hermano les recibió gustoso en nuestro hogar.

Como regalo ante nuestra gratitud, nos brindaron una cena típica de su ciudad natal, y fue durante esta comida cuando probé por primera vez la, denominada pizza.

Era extraño, podía descifrar muchos de los ingredientes, ya que los comía normalmente, pero esa mezcla era tan innovadora como adictiva, y antes de que fuera consciente de ello, estaba pasando la noche en cama por culpa de un empacho.

Desde ese día no lo había vuelto a probar. Pero sin lógica alguna, hacía unos días bajé para charlar con la cocinera de la taberna que estaba en la misma calle que mi casa, para intentar explicarle como era ese delicioso manjar. Y por la cantidad de 10 florines, le pedí que me preparase un plato lo más parecido que pudiese.

Y noches más tarde, con la bolsa del dinero más ligera, me encontraba en la sala principal de mi casa, comiendo una masa de pan con queso, jamón y verduras, bebiendo vino rosado, celebrando en la más absoluta soledad bajo la luz de las velas, mi cumpleaños.

No precisaba lujos ni fiestas magníficas, no había nadie en la faz de la tierra con la que soñara compartir esa noche. No deseaba felicitaciones vacías de cualquier sentimiento y emoción. Si nadie se acordaba, mejor. La soledad nunca me había asustado, al contrario, la buscaba con vehemencia.

Por eso, cuando escuché los golpes rápidos y desesperados contra la puerta principal, mi corazón dio un vuelco, temiendo alguna noticia terrible, como una muerte o similares.

Pero contra todo pronostico, lo único que me encontré fue a un agitado Wolfgang. No llevaba puesta la peluca blanca, y los rizos dorados caían alocadamente por su rostro. Su ropa denotaba que había sido colocada con rapidez. Y sus mejillas, levemente azoradas, junto con su respiración acelerada, combinaban a la perfección.

Antes de que fuera capaz de decir nada, me atusó en la cara con unas partituras, para después empujarme y entrar dando grandes zancadas:

- ¡Eres el ser más despreciable sobre la tierra!- exclamó, girándose para poder mirarme a mitad del pasillo, dejando sus brazos en jarra.

Parpadeé varias veces, con la boca abierta esperando a que dijese algo, pero lo único que pude hacer fue cerrar la puerta. Los vecinos no tenían la culpa de las histerias de mi loco invitado:

- ¡¿Cómo te atreves si quiera a invitarme a tu casa tras haber cometido tal traición?!

- Mozart, no tengo ni idea de lo que me estás hablando.- dije tranquilamente, apoyándome contra la puerta, observándole sin saber muy bien de que iba todo aquel espectáculo.

- ¡De esto! ¡De esta basura!- exclamó exasperado, agitando frente su rostro las mismas partituras con las que me había golpeado.- ¡Eres un estafador! ¡Y una persona cruel! ¡Y encima eres feo!

De acuerdo, si no fuera porque yo estaba envuelto en aquella disputa, habría empezado a reírme ante tal comportamiento. Aclaré mi garganta y extendí una mano hacia él:

- Déjeme ver de qué son esas partituras, per favore.

El joven alemán hizo un infantil mohín, pero me alcanzó las manoseadas y arrugadas hojas:

- Es el concierto en re menor que has escrito para el marqués.- confesó.

- ¿Y puedo saber por qué tienes tú esto?- por primera vez, mi voz dejó entrever una nota de enfado.

- ¡Ese no es el punto! ¡Eres un traidor! ¡Un falso! ¡No mereces si quiera llamarte compositor!

Podía permitir muchas cosas, pero no eso. Arrugué la partitura en mi mano, y avancé hacia él, con paso firme y la mirada clavada en sus ojos. No estaba orgulloso de mi alta estatura, normalmente me hacía sentir fuera de lugar al sacarles a casi todo el mundo una cabeza, pero en momentos como ese, me aprovechaba de ello:

- Ahora explícame en qué te basas para decir tal calumnia, Wolfgang Gottlieb Mozart.

- ¡No me llames así!

- ¡Pues responde ahora mismo, o juro por Dios que incrustaré tu cabeza contra la pared!

Mi respiración se había agitado con notoriedad. Normalmente era una persona tranquila, paciente y casi nadie era capaz de sacarme de las casillas. Pero el joven Mozart… con solo pasar más de cinco minutos a su vera hacía que estallase cual pólvora.

El rubio notó mi cólera, y ante el último grito, noté como se encogió sobre sí mismo durante unos segundos. Pero ese arranque de temor le duró poco, ya que levantó la barbilla para poder mirarme altaneramente:

- Muchas partes de esa composición están copiadas de la sonata que escribí para la duquesa.

- Como osas decir tal falsedad, y encima en mi propia casa.- susurré, conteniendo las ganas de abofetearle.

- ¡Todo lo que digo es verdad!- me arrebató las partituras y comenzó a señalarme partes que había previamente redondeado.- Esto es idéntico, y aquí… ¡y esto también! ¡Eres tan penoso que tus plagios están clarísimos! ¡No eres capaz ni de copiar bien!

Se acabó.

Le empujé con fuerza, haciendo que casi perdiera el equilibrio, y levanté la mano dispuesto a cruzarle la cara.

Pero ese bofetón nunca llegó a caer, ya que en ese momento, Wolfgang empezó a reírse con aquella risa tan característica suya. No había razón para que se pusiera a desternillarse de esa manera, pero lo estaba haciendo. Me miraba con aquellos ojos centelleantes y se reía a mandíbula abierta:

- ¡Y encima te atreves a pegarme!- exclamó cuando fue capaz de hablar y rió un poco más, antes de apoyar una mano en mi hombro.- Querido amigo, eres todo un personaje.

Oficialmente, había dejado de entender toda aquella situación. Venía a mi casa, me acusaba de plagio y se reía en mi cara, en ese orden. Estaba loco o mi lógica no era la correcta.

- Está bien, es justo que te haga un regalo.- dijo de pronto, sacándose de la parte de atrás de sus pantalones un manojo de hojas dobladas y atadas con un cordel rojo.- Para que aprendas a diferenciar mi estilo del tuyo y no vuelvas a copiarme innecesariamente, ¿eh?

Y nuevamente, antes de que me dejara decir o hacer nada, dejó las hojas sobre una mesita y se marchó cerrando con un fuerte portazo.

¿Había sido mi impresión, o sus mejillas habían estado levemente sonrojadas al entregarme tal obsequio?

Realmente no le entendía. Me había quedado en medio del salón sin ser capaz de asimilar del todo bien lo que acababa de suceder. Miré el “regalo” que me había dejado, y tras deshacer el lazo del cordel, pude comprobar, que efectivamente, como había imaginado, eran unas partituras para piano.

Suspiré, derrotado, y me senté ante tal instrumento para poder escuchar con claridad tan extraño obsequio.

Apoyé los dedos sobre las frías teclas, y a la escasa luz de las velas, comencé a interpretar las suaves notas allí escritas. Eran lentas, seguidas, sin silencio alguno, como si todo se tratase de una canción de cuna, de una música compuesta para un cuento infantil… era la música de una fantasía.

Y las hojas se iban sucediendo una tras otra, y esa música, salida del sueño más tranquilo de aquel loco compositor, seguía empañando las paredes de mi salón.

Pero entonces, cual frasco de cristal al estrellarse contra el suelo, todo se rompió. En la esquina inferior derecha de la última hoja, había una pequeña nota escrita, unas palabras del puño y letra de Johannes Chrysostomus Wolfgangus Theophilus Mozart, del alocado e infantil Wolfgang Amadè Mozart…

- Feliz cumpleaños.- leí en voz alta.

Mis ojos se negaban a retirarse de aquellas dos palabras. Mi mente las leía una y otra vez, recordándome cruelmente quien las había escrito. Mis oídos recreaban sin cesar la música que había compuesto…

… para mí.

Me levanté de golpe. No me importaba tirar la silla al suelo, al igual que tampoco me importaba haber dejado escapar un grito de impotencia.

Le odiaba.

Deseaba matarle con mis propias manos.

Hacer desaparecer para siempre esa mente prodigiosa de la faz de la tierra.

Arranqué con fuerza las hojas del piano y las destrocé desesperadamente. Quería convertirlas en polvo con el solo roce de mis manos.

Tiré al suelo los trozos del papel, y dejé caer una de las velas encima, prendiendo un fuego tan frío… que me aterrorizó.

Grité de nuevo, lleno de ira. Me agaché a recoger la cena que tanto me había costado conseguir, y la tiré contra el fuego, despedazando los últimos resquicios de mi solitario cumpleaños.

Cuando el fuego se extinguió, rompí contra la pared la botella, y tras arremangarme la camisa, corté mis brazos, hasta que la sangre se confundió en el suelo con el vino.

Me arrastré por el suelo, sin importarme el manchar mi mejor traje. Pateé el piano y golpeé mi cabeza contra los muebles.

Cogí el cuchillo, que yacía olvidado entre los platos rotos, y corté algunos mechones sueltos de mi cuello, dándome igual si de paso cortaba mi barbilla y los lóbulos de las orejas.

Me hice un ovillo en medio del salón y grité hasta que me quedé sin aliento.

Normalmente era una persona tranquila, paciente y casi nadie era capaz de sacarme de las casillas. Pero el joven Mozart… el alocado e infantil Wolfgang Amadè Mozart…

Una sola palabra suya, podía hacerme enloquecer.

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