Antes de cerrar la puerta del carruaje, el Padre Hans deja sobre mis manos un rosario de caoba y rubíes.
Lo miro asombrada, levantando corriendo los ojos para poder encontrarme con los suyos. Es demasiado ostentoso, podría caer en el pecado de la vanidad si osara llevarlo.
Pero esos destellos rojizos, provocados por los primeros rayos del amanecer alumbran mi rostro y el suyo. Sonríe tranquilamente y niega antes de que sea capaz de devolverle el presente.
“Un regalo de bodas” susurra mientras se aparta, dejando que los cocheros puedan cerrar la puerta.
Me acomodo en el asiento, notando como comenzamos a movernos sobre los caminos pedregosos de los campos de mi padre.
Mis dos damas de compañía se acercan deprisa, admirando el presente. Lo tocan con manos temblorosas y dejan que suaves risas escapen de entre sus pálidos labios.
Han bebido vinagre, lo huelo. Y puedo verlo también, en sus rostros ya casi no queda ni rastro del color que les caracterizaba años atrás.
Acaricio una de las cuentas distraídamente mientras intento imaginarme el paisaje que hay más allá de los tupidos cortinajes que cubren las ventanas del carruaje.
El sol estará saliendo por el horizonte. Bañará de dorado y rojo los campos de labranza, y empapará de sudor las frentes de los trabajadores. El río reflejara su brillo y llenará de luz las orillas.
Está previsto que lleguemos a la catedral después del mediodía.
El traje que porto es tan pesado que me cuesta respirar. Han cosido esmeraldas y jades a la tela, y cuando me muevo, estas me rozan incómodamente la piel de los brazos. Al cuello, un collar rodea mi carne, clavándome las perlas junto a mis palpitantes venas. El velo que cubre mi cabeza ha sido bordado por las manos mas diestras del convento de las Descalzas del Sur. El cabello está trenzado con hilos de oro, recogido en un moño atado con un broche de nácar. Mis zapatos han sido forrados con la piel más suave de los corderos mejor alimentados. La cola de la capa mide cuatro veces mi altura y cuando camino noto que me ahogo a cada paso.
Mi dote ha sido sustanciosa. No me han dicho los términos, pero el anillo de turmalina que él coloco en mi dedo muestra que fueron más que generosos.
Hemos pasado cerca de una posada, y los olores de carne asada invaden el cubículo, traspasando la gorda tela que nos aísla del exterior. La mujer se habrá levantado antes del alba para poder separar los cachos, cortar la leña, encender el fuego, preparar la carne y poder ponerla sobre las brasas.
Hemos pasado deprisa, pero las risas de varios niños han llegado a mis oídos. No tendrán más de seis años de edad, y jugaban a la entrada de la posada, quedándose impresionados ante los carromatos y caballos engalanados que han pasado tan cerca suya.
Si yo tirara una sola de las joyas que crean mis pendientes, esos niños no tendrían que volver a preocuparse por su futuro nunca más.
Adelaida ha comenzado a recitar algunos de sus salmos predilectos. Desea que rece con ella y le pida al Señor la dirigencia para poder servir devotamente los deseos de mi futuro marido.
Estebana no tarda en sumarse a sus rezos, y ambas me miran sonrientes, felices por mi próximo enlace.
Ninguna ha sido desposada aún. Deben esperar a que su Señora sea la primera en casarse, para que el esposo de esta de el consentimiento para sus futuros matrimonios.
Llegamos al puente de piedra que da a la entrada de la ciudad. El traqueteo del coche varía al encontrarnos sobre piedra y no arena removida. Los cascos de los caballos resuenan con fuerza, y se funden con el ir de la corriente del río, que corre a nuestros pies.
Estebana ha propuesto que repase de nuevo mis votos, y mecánicamente, sin necesidad si quiera de fijar mis ojos en ella, muevo los labios, recitando de memoria todas aquellas palabras que carecen de sentido para mí.
No he terminado, cuando Adelaida se queja del calor tan agobiante que hay dentro del carromato. No le gustan los viajes, nunca lo han hecho. Siempre dice lo mismo, que deberían hacer los carruajes más grandes, con más espacio.
No se da cuenta de que el calor no reside en el tamaño, sino en que la ventanas se hallan cruelmente tapadas. Pero mejor eso a que los vulgares lugareños puedan mirarlas.
Y el sonido de los portones de la ciudad resuena con fuerza, y las dos mujeres que me acompañan ahogan un gritito de emoción. Todas, acostumbradas a la vida dentro del castillo, las visitas a la ciudad son contadas, y estas reciben una especial importancia.
De pronto, un hedor insoportable golpea nuestros rostros. El aroma del hogar de nuestros vasallos irrumpe, cortando con fuerza cualquier emoción suscitada hasta el momento.
Animales, comida, deshechos humanos, todo convive al mismo tiempo y en el mismo lugar.
Las ruedas del coche suenan mojadas, y las charlas de los habitantes de la ciudad se cuelan por todos los rincones de nuestro transporte. Hablan mal, maldicen y se inventan palabras. Llantos, risas y gritos se mezclan al unísono.
Adelaida comienza a llorar. Mi casamiento se encuentra ya demasiado cercano, y solloza presa de una felicidad imposible de describir, deseando que mi gozo sea tal, que de a mi marido, por lo menos, diez hijos sanos.
Estebana coge mis manos y me asegura que ellas me ayudaran a criarlos. Que si son varones, sabremos dirigirlos para que se conviertan en fuertes y justos guerreros de Dios, nuestro Señor. Y si en cambio son mujeres, les enseñaremos a ser sumisas y serviciales ante los designios de nuestro Gran Padre Celestial.
Nos detenemos de súbito. Aún es demasiado pronto para haber llegado a la catedral, y los gritos abrumadores que se escuchan no son dignos de estar cerca de un lugar sagrado.
Las tres nos miramos confusas, sin atrevernos a mirar a fuera por si intentan atacarnos y robar el oro y joyas de nuestros ropajes. Pero unos golpecitos suaves a la puerta nos tranquilizan, y el rostro cansado de uno de los guardias hace que la calma vuelva a reinar en nuestros agitados pensamientos.
En la plaza hay un ajusticiamiento, van a dar muerte a un ladrón, y hasta que no se lleve a cabo, y la muchedumbre se disperse, no podemos pasar. Me consuela sonriente diciendo que vamos bien de tiempo, y que no me preocupe, que llegaremos a la iglesia sin retraso alguno.
Antes de que el fornido joven cierre la puerta, mis damas de compañía le preguntan si pueden acercarse para rezar por ese pobre desdichado. Es el día de mi boda, y desean que mi alma se purifique con sus rezos a través del perdón de un ladrón que va a merecer su justo castigo.
Él oficial asiente, ofreciéndolas ayuda al bajar, y dejándome sola, por primera vez en varios días.
Los gritos embravecidos del pueblo estallan con fiereza contra mis oídos. Rugen pidiendo su cabeza, que el sacerdote ni siquiera le de su última confesión, que vaya su alma al infierno. Pero, a pesar de sus crueles amenazas, las risas inundan el lugar.
Y entonces, una dulce música llega a mí, seguida de la voz más suave que halla escuchado jamás.
Parece oculta ante tanto grito, pero allí está, sonando constante.
Me acerco una de las ventanas. Contengo el aliento, sabedora de la prohibición que voy a inquebrantar, y separo la tupida tela, encontrándome de lleno con el mundo real.
Y en medio de toda aquella pesadilla de movimiento, luces, colores y ruidos, la fuente de la música se presenta ante mis ojos.
Dos jóvenes muchachas se encuentran en la esquina de una calle. No deben ser mucho más mayores que yo, pero parecen tan diferentes…
Sus ropajes son bastante más provocadores que la del resto de transeúntes, y su piel y cabellos, más oscuros que la de ninguno que pase por su lado. Gitanas, no cabe duda.
Una raza atada al demonio. Herejes, ladrones, fornicadores y brujas.
Pero lejos de sentir terror, o lástima, mi respiración se corta y mis ojos brillan con más intensidad mientras me pierdo en la escena que representan las dos muchachas.
Una está sentada en un taburete de madera, pintado con alegres y vivos colores. Entre sus manos descansa una especie de arpa, decorada de la misma manera que su asiento. En sus muñecas, varias pulseras con vistosos abalorios y ruidosos cascabeles resuenan a cada movimiento de estas. Y sus manos… sus manos no pueden haber sido esculpidas por el demonio. Es pura artesanía divina.
Finos y largos dedos, curvados en el lugar preciso, dando la sensación de ser puras ondas cuando se mueven, pellizcando las cuerdas del instrumento, sin equivocarse en una sola nota. Sus manos danzan sobre los finos hilos creadores de melodías imperecederas y al mismo tiempo, efímeras cual suspiro.
Sus labios, al mismo ritmo que sus manos tocan esa música tan poco eclesiástica, dejan escapar una voz aguda, poderosa, asemejándose a la voz de los ángeles del Señor. Se eleva hasta tonos que no sabía que existían, y cae en picado, recorriendo todas las tonalidades que su garganta puede crear.
Pero quien capta mi completa atención no es ella, si no su compañera.
Lleva el cabello suelto, solo con un paño a modo de cinta en él, negro como la noche, rizado cual enredadera en una pared. Sus hombros quedan al descubierto, y las mangas de la camisa caen irregulares sobre sus manos. La falda no es tan larga como debería, y sus tobillos quedan al aire, mostrando unas pulseras de cascabeles en ellos.
Es una bruja embaucadora, enseñando su cuerpo tan a la ligera. Su alma arderá en el infierno…
… y la mía con ella.
Mueve una pandereta al ritmo de la música de la arpista, marcando una serie de golpes contra las manos, la cadera, el aire que pasa a su lado. Y danza descalza, girando sobre si misma, echando su cuerpo hacia delante y hacia atrás, presumiendo del vuelo completo de su falda, dejando que sus manos se muevan como mariposas al vuelo, y su torso siga meciéndose como las ramas de un árbol.
Si las ninfas y hadas de los cantares profanos de algunos juglares existen, se mueven igual que esa gitana.
Parece como si flotara, cada movimiento es tan fluido como el agua derramada de un jarro. El viento que agita sus cabellos lo hace en el momento justo, y ella lo aprovecha para girar su torso y dejar que sus pies, colocados de puntillas, concedan un descanso al repiquetear de los cascabeles de sus tobillos.
Quiero cerrar los ojos y dejar llevarme por los pensamientos más turbios y pecaminosos que mi mente es capaz de crear, pero su baile me tiene hipnotizada, siendo incapaz siquiera de parpadear.
Y la bailarina me mira, y me pierdo en la oscuridad de la noche que son sus ojos.
Yo sería una joven cualquiera. Pasaría por esa calle rumbo al mercado, debería comprar verduras para el guiso de la noche. Patatas, cebolla, y si hay suerte, quizás unos garbanzos.
Me dolería la espalda a causa de tanto trabajo, mis manos cuarteadas y ásperas, y mi raído cabello estaría protegido bajo una tela blanca, lo bastante ennegrecida como para que pareciese gris.
Y me cruzaría con las gitanas. No sería la primera vez que las veo. Las miro tocar, bailar y cantar cada vez que voy hacia el mercado. Ellas ya me conocerían, demasiadas veces me he parado frente suya a observarlas embobada.
Ese día sería diferente. La joven danzarina pararía en su trabajo y se acercaría a mí, sonriente, con sus ojos fijos en los míos. Hablaríamos unos minutos, pero serían suficientes como para que quedáramos esa noche junto a la calle de los artesanos.
Pasaría el día entero distraída, contando deseosa los minutos que faltan para nuestro encuentro.
Y cuando fuera, con el corazón agitado, temerosa de no encontrarla, ella me estaría esperando contra una pared, cubriendo del frío de la noche sus hombros con una rebeca, seguramente hecha a mano por ella misma.
No nos harían falta saludos, cogeríamos nuestras manos y pasearíamos por la plaza del palacio de justicia, por la calle de los carniceros, la catedral, y terminaríamos paseando por el asentamiento gitano que sería su hogar.
Habríamos hablado de tantas cosas que sería como si nos conociésemos de toda la vida. No habría ni un solo secreto que no supiera ya. Y ella me sonreiría, sabedora de mis anhelos y sueños.
Sin que nos diéramos cuenta, nuestros labios se habrían unido, buscándose desesperadamente. Porque, aunque no fuéramos conscientes de ello, desde la primera vez que la vi bailar en esa esquina, ambas habíamos deseado aquello fervientemente.
Nos tumbaríamos en la mullida paja de los caballos, y me subiría ahorcajadas sobre sus caderas, deshaciéndome de su ropa con manos torpes, callando sus risas con más besos. Dejaría al aire sus pechos, pequeños, redondos, suaves como dos frutas maduras. Y besaría sus pezones, lamería la piel color canela que cubre su estómago, y subiría mi boca, ávida de ella, hasta su cuello, mordiéndolo con fuerza, deleitándome con sus jadeos sumisos en mi oído.
Subiría su falda, dejando al aire su sexo, cubierto por un vello tan suave y negro como el que cubre su cabeza. Y lo acariciaría con los dedos, viendo como su espalda se curva hacia atrás, exactamente igual que cuando baila.
Me tumbaría a su lado, sin cesar de introducir mis dedos en su interior, y ella colaría su mano bajo mis faldas, y me daría un placer idéntico al que yo le proporcionaba.
Cuando acabásemos, exhaustas y sudorosas, ella echaría una de las mantas ásperas y malolientes de los caballos sobre nuestros cuerpos, y se abrazaría a mí, acomodando su cabeza entre mis pechos, dejando que acariciara sus cabellos, quedándonos dormidas al mismo tiempo, acunadas por nuestras respiraciones.
Parpadeo, notando mis mejillas encenderse notablemente. Queda una hora escasa para que me despose con mi futuro marido, pero eso no impide que mi mente fantaseé con una joven gitana que danza en la calle.
Lleva el cabello suelto, solo con un paño a modo de cinta en él, negro como la noche, rizado cual enredadera en una pared. Sus hombros quedan al descubierto, y las mangas de la camisa caen irregulares sobre sus manos. La falda no es tan larga como debería, y sus tobillos quedan al aire, mostrando unas pulseras de cascabeles en ellos.
Es una bruja embaucadora, enseñando su cuerpo tan a la ligera. Su alma arderá en el infierno…
… y la mía con ella.
Nota mi sonrojo, y aparta la mirada tímidamente, regalándome la sonrisa más sincera que nadie me haya dedicado.
Cuando levanta de nuevo el rostro, y nuestros ojos se encuentran, su baile cambia. Ya no danza como en trance, como para ella misma. Ahora baila para mí.
Sus movimientos se vuelven más atrevidos y su mirada no se despega de la mía, sabiendo que la sonrisa que se niegan a dibujar mis labios, es plenamente suya.
La espada cae con fuerza, y mientras la cabeza del ladrón rueda en el suelo, la muchedumbre grita llena de júbilo. Mi camino hacia la catedral se reanudará en breves instantes.
Y ella parece saberlo.
Cesa en su baile, y se acerca hacia el carruaje, arriesgándose a que algún guardia de mi padre la vea y la de muerte, acusándola de ladrona, exactamente igual que el pobre desdichado cuya sangre chorrea en la plaza.
Se quita un colgante, y tras ponerse de puntillas, me lo alcanza a la ventana desde donde la miro embelesada.
No dudo ni un segundo, y saco mi mano, recibiendo el regalo, deleitándonos ambas con el roce de nuestros dedos antes de separarse.
Es un cordel, rudo y basto, de donde cuelga una piedra circular, primorosamente tallada hasta crear en su superficie unas ondas, asemejándose a las de la corriente de un río.
La puerta del carromato se abre, y cierro deprisa el cortinaje, observando como Adelaida y Estebana suben de nuevo. Ambas sonríen emocionadas, contándome con todo detalle lo que ha sucedido y los salmos que han rezado por su pobre alma.
Ella aún no se ha ido de debajo de la ventana. Sé que sigue allí, aguardando a la nada, protegiéndome de la nada, simplemente brindándome su invisible compañía hasta que el coche vuelve a arrancar.
Conforme nos vamos acercando a campo santo, las voces se escuchan cada vez más lejanas, y el nerviosismo de mi corazón resuena con fuerza, haciéndose notable la cercanía de mi enlace.
Estebana me pide que repase una vez más mis votos, y contra todo pronóstico, fallo por primera vez desde que me los aprendí. Sé que ambas se asustan, pero Adelaida me tranquiliza diciendo que son los nervios, que no deba preocuparme.
Y guardamos silencio hasta que el carruaje para.
Ellas me sonríen, casi más nerviosas que yo.
En mi mano derecha descansa el rosario del Padre Hans, y en la izquierda el colgante gitano.
Cuando bajan del carromato, aprovecho para colocarme el rudo cordón en mi cuello, ocultándolo entre mis pesados ropajes.
Estebana se gira y me tiende una mano, ayudándome a bajar. Dejo la mirada fija en los portones abiertos de la gigantesca catedral mientras ambas mujeres colocan mi vestido.
Todo está listo, y al mismo tiempo que las campanas de las torres anuncian el comienzo de la ceremonia, camino solemne hacia la iglesia, notando la presencia de mis damas de compañía cada vez más lejana.
Y antes de subir los primeros escalones, dejo caer el rosario, pisando sus rojizas cuentas, y permitiendo que esa sonrisa que tan celosamente guardé para la gitana, se dibuje en mis labios.
No hay comentarios:
Publicar un comentario