Era una idea tan loca, que en cuanto Stancie se lo propuso, aceptó sin dudarlo.
No es que les faltasen ideas innovadoras a la hora de practicar el sexo, en absoluto. Ambos siempre estaban dispuestos a experimentar nuevas posturas, y a hacerlo en sitios cada vez más interesantes (como por ejemplo, encima del piano).
Pero había que reconocer que la idea de Constanze de que lo hiciesen en el teatro cuando este cerrase, había sido magnífica.
Así que lo planearon todo a la perfección.
Wolfgang preparó un ensayo para su próximo concierto, y alegando que tenía otros actos sociales, lo convocó por la tarde noche… más noche que tarde.
Y gracias a la excusa de que Stancie estaba otra vez embarazada, pudieron llevarse un colchón al teatro sin levantar casi ninguna sospecha.
Porque obviamente, Constanze JAMÁS se perdería un ensayo de Wolfgang, aunque estuviera medio muriéndose… o embarazada de 5 meses.
El ensayo comenzó a la hora señalizada, y la música celestial brotó de cada uno de los instrumentos. Esta se elevaba y retumbaba con fuerza en todas y cada una de las paredes del recinto.
Normalmente, cuando un ensayo salía tan bien, Mozart se dejaba llevar. Cerraba los ojos y se balanceaba sobre si mismo, tarareaba la música en silencio, e incluso a veces, llegaba a llorar.
En momentos como ese, Antonio Salieri solía levantarse de su apartado palco donde observaba todos los trabajos de Mozart, y se acercaba hasta él, para poder calmarle.
Pero esa noche no pasó nada de eso. Wolfgang estaba demasiado ocupado en lanzarle miraditas lascivas a su mujer, que le correspondía mandándole besitos entre risas.
Y así pasaron las horas, y cuando el reloj de la plaza marcó con fuerza las 10 de la noche, el compositor alemán despidió a todos los músicos con una gran sonrisa en los labios, felicitándoles por el magnífico trabajo… y apremiándoles para que se marcharan.
En cuanto se quedaron solos, no pudieron menos que estallar en carcajadas.
¡Lo habían conseguido!
Se apoyaron contra las puertas principales del teatro y siguieron riéndose, felices por su gran hazaña, incluso después de empezar a besarse desesperadamente. Se levantaron entre besos, jadeos y risas, y caminaron torpemente hacia el colchón que habían colocado tras el escenario, dejándose caer sobre este sin delicadeza alguna.
Constanze sacó una botella de vino y ambos gritaron eufóricos antes de comenzar a beber. Pronto la ropa ya sobraba, y aunque Stancie fue la primera en quitarse sus holgadas prendas (debido al embarazo), Wolfy fue quien se lanzó sobre ella, totalmente desnudo, para morder su cuello cual vampiro.
Nunca tuvieron ningún reparo en hacer toda clase de ruidos cuando se entregaban sexualmente el uno al otro, y en ese momentos, ebrios (nunca mejor dicho) de su euforia por haber conseguido quedarse en el teatro, sus gritos resonaban por todas las paredes de los bastidores.
Un amor tras las bambalinas, sonaba tan romántico y lírico…
El sudor se entremezclaba con la saliva y el liquido escarlata del vino que escurría de entre sus labios. Los jadeos entrecortados se sucedían uno tras otro y las risas se ahogaban cada vez más, sepultadas bajo miles de besos.
Pero todo lo bueno se acaba, y cuando Wolfy quiso volver a dar buena cuenta del vino, la botella se encontraba vacía:
- No te preocupes, meine Liebe.- murmuró Constanze mientras se levantaba, acomodándose como pudo las ropas que aún llevaba puestas.- Voy a comprar más vino y regreso.
-Ten cuidado y no te vayan a violar.- dijo entre risas mientras le levantaba la falda.
- ¡Wolfy! ¡Eres un pillo!- exclamó azorada antes de estallar en carcajadas y darle un beso torpe en los labios.- Ich liebe dich.
Se dedicaron una sonrisa fugaz y Constanze desapareció tras el telón.
Wolfgang rió un poco antes de suspirar mientras se dejaba caer hacia atrás exhausto. No podía existir una mujer más maravillosa en todo el planeta.
No se preocupó en absoluto en vestirse ni cubrirse de ningún modo. El teatro era absolutamente para ellos, y cuando su mujer regresase, sería como si el tiempo no hubiese pasado y continuarían amándose durante toda la noche.
Con lo que el joven alemán no contaba es que a una persona se le olvidase un pequeño cuaderno en uno de los palcos, regresando para poder recuperarlo. Y que al ver las luces y sombras de unas velas tras es el escenario decidiese ir a investigar, tan sigiloso como un felino…
- Stancie, si intentabas asustarme llegando por otro lado, te aseguro que no ha surtido efec…
- Vaya, no sabía que te fueran estas cosas.
Mozart se giró bruscamente al escuchar aquella voz masculina en vez de la de su mujer, tapándose las partes pudorosas como pudo con la primera prenda que encontró a mano:
- ¿Cosas? ¿Qué cosas?- intentaba aparentar que no le había asustado, que Salieri le viera así no le importaba lo más mínimo. Pero el temblor de su voz, y el carmesí de sus mejillas, le delataban.
- El exhibicionismo.- comentó, sonriendo de lado, mientras avanzaba unos pequeños pasos.
- ¡Ja! Bueno, yo tampoco sabía que te fueran estas cosas.- contraatacó.
- ¿Cosas? ¿Qué cosas?
- El voyeurismo.- sonrió de oreja a oreja.
Esta vez, a quien le toco sonrojarse y temblar su voz, fue al italiano:
- No te estaba espiando. Solo he venido a por mi cuaderno.
- Ya, claro…
- No me tomes por un pervertido, Wolfgang.- sus mejillas estaban cada vez más azoradas.- Me da igual lo que hagas con tu mujer… o tú solo.
- Vamos, no hace falta que te excuses. Con tu falta de placer carnal es normal que lo busques de otras maneras. Y no es por presumir, pero Stancie y yo somos unos magníficos ejemplos para que puedas… darte el placer que buscas.
Mozart tenía el control de la situación, y lo sabía. No importaba que se encontrase desnudo frente a un hombre mucho más fuerte que él, tenía la sartén cogida por el mango:
- El ladrón piensa que todos son de su condición.- Antonio resopló y cerró los ojos mientras se guardaba el cuaderno que había ido a buscar en su bolsa.- No me metas en tus obscenidades, no soy como tú.
El alemán estalló en carcajadas, olvidándose por completo de seguir tapando su desnudez. Se tumbó con fuerza sobre el jergón, riéndose a pleno pulmón. Si la situación de antes ya había abochornado a Salieri, aquello se estaba desorbitando.
Respiraba con demasiada fuerza, obligándose a seguir tomando aire, expulsándolo como un toro por sus orificios nasales, notando como su ya azorada cara se coloreaba aún más:
- Esto no merece la pena. Me marcho.- anunció, girándose bruscamente.
- Oh, vamos, Antonio, relájate.- por fin había cesado en sus risas y se incorporaba, quedándose sentado mientras le daba la espalda al otro.- No sé como aún piensas que tú música mejorará si te mantienes puro.
- Mi música es solo para Dios.
- Entonces toca en una iglesia.
- De algo tiene que vivir el hombre, y si el Señor me permite vivir de su don, lo haré.- no entendía ni siquiera porqué le contestaba… ni porqué no se había marchado aún.
Nuevamente, Mozart se rió:
- Antonio, aunque pudieras disfrutar de la vida, no sabrías como vivirla.
Salieri tuvo que respirar hondo antes de girarse, lentamente, esperando encontrarse con la mirada del otro compositor. Y claro que se la encontró. Wolfgang seguía sentado de espaldas a él, pero le miraba sobre su hombro, luciendo una sonrisa de suficiencia:
- Ya disfruto de mi vida, Herr Mozart, la disfruto viviendo por y para Dios.
- ¿Manteniéndote casto y puro? ¿Para que la música que creas sea cada vez más perfecta, divina?- esta vez, su risa fue totalmente despectiva.- Te diré un secreto, Antonio Salieri. Yo me entrego al sexo, al alcohol, a las risas y a los placeres humanos. Disfruto de cada momento de mi vida, mientras tú te encierras en ti mismo, creyendo que por sacrificar tu estancia en esta tierra, Dios te compensará con la creación de una música que dejará boquiabiertos a todos. Pero la verdad, es que ese don nunca llegará, y mi música será como el aceite. Quedará por encima de tus partituras de agua.
No le dio tiempo siquiera a moverse ni un solo centímetro. Salieri se había lanzado contra él como un león sobre su presa.
Arrodillado a su espalda, no tuvo ni que forcejear demasiado para atrapar ambas muñecas. Wolfgang, pianista desde que tenía uso de razón, las tenía pequeñas y delicadas como las de una niña, y contra las grandes y rudas manos del italiano tenía poco que hacer:
- ¡Suéltame!- ordenó enseguida, retorciéndose violentamente.
La risa, grave y gutural de Salieri, le petrificó en el acto:
- Ni lo sueñes.
Sin soltarle aún, se deshizo de su chaqueta de cuero, y pasó su brazo izquierdo hacia atrás, retorciendo la muñeca de Wolfgang:
- ¡Antonio, me haces daño!- lloriqueó.
- Eso es lo que intento.- susurró contra su hombro, dejando que su barba acariciase su piel.- Juguemos a algo, Mozart. Vamos a componer algo de música.
- ¿Es que tú eso lo consideras un juego?
Un tirón en su brazo le hizo callar:
- Yo empezaré a componer una melodía, y cada vez que yo me calle debes continuarla. Si lo haces bien, te soltaré… pero si no, te romperé la mano.
- Antonio… por favor…
- Vamos, magnífico compositor. Empieza el juego.
Wolfgang dejó caer la cabeza hacia delante, derrotado. Su mano… no podía darse el lujo, a tan pocos día de un concierto, de perder su mano izquierda.
Salieri la mantenía bien apretada, y la postura era tan incomoda que le hacía daño. Pero él se mantenía a su espalda, aprisionándole con fuerza, dejando que su aliento se estrellase contra su oído:
- Fa la, si bemol, do bemol, re mi. La fa, sol la…
-… do la, la, la, fa si re, mi bemol, re.
La voz de Mozart había perdido toda la confianza de la que antes se jactaba, su cuerpo ya no imponía en absoluto, y temblaba casi imperceptiblemente contra el torso del italiano.
Parecía que estaba a punto de llorar, pero mantenía todos sus sentidos pendientes de las notas que le proporcionaba Salieri. En cuanto estas salían de entre sus labios, contestaba enseguida, casi sin pensarlo.
Y eso cabreaba aún más a Antonio. Ni siquiera se tomaba unos segundos en recapacitar si las notas serían las adecuadas, respondía como si ya se supiera esa canción de memoria.
Sabía que Mozart se estaba tomando aquel juego en serio. Todo su cuerpo se lo aseguraba. Pero odiaba con toda su alma el que no fallara ni una sola vez.
Por supuesto que no iba a romperle la mano. Si se equivocaba se lo perdonaría, y al segundo error le soltaría diciendo que no valía la pena ni castigarle. Y se marcharía del teatro con la cabeza bien alta, sabiendo que había conseguido bajar de su nube de perfección al alemán. Pero Mozart no fallaba nunca.
Necesitaba complicar aún más aquel reto.
Y con esa idea en mente, la mano que mantenía libre se deslizó por el hombro desnudo de Wolfgang, recorriendo su brazo derecho hasta perderse en sus dedos.
Sonrió victorioso cuando, ante tal caricia, el alemán jadeó antes de contestar.
Así que, mientras le susurraba las nuevas notas, su mano viajó hasta su cadera, caminando por esta hasta subir a su estómago.
Su piel era suave, cálida y aterciopelada. Se asemejaba mucho a la de un bebé. Antonio no se esperaba un tacto tan agradable.
La voz de Wolfgang temblaba aún más que antes, y sus ojos habían acabado cerrándose. Ya no decía las notas en voz alta, las susurraba, arrastrando la voz.
Salieri no fue consciente en qué momento dejó de preocuparse por los errores de Mozart, y a concentrarse únicamente en las reacciones que este manifestaba a cada una de sus caricias.
Si acariciaba su brazo, hombro o cuello, suspiraba; si lo hacía sobre su cadera o estómago, se quedaba sin respiración unos segundos; aunque lo que más le gustaba a Antonio era que cuando su dedos le pellizcaban sutilmente los pezones, Wolfgang echaba la cabeza hacia atrás y gemía como un gatito.
Su sonrisa ya no era victoriosa, y en su mente no descansaba ninguna melodía inacabada, no había rastro del juego inicial. Mozart, como él mismo, se había convertido en su única preocupación.
El alemán le estaba volviendo loco, pero no con el tipo de locura al que estaba acostumbrado.
De pronto, su voz dejó de crear notas, y sus labios de entretuvieron con el lóbulo de la oreja de Wolfgang. Cuando sus dientes mordieron ese trozo de carne tan suave, los gemidos del compositor se intensificaron, provocando que una descarga eléctrica recorriera la columna vertebral del italiano.
Por primera vez en su vida se estaba dejando llevar por sus impulsos más primarios. Cada jadeo de Mozart le provocaba, le desafiaba a que continuase un pasito más allá, que experimentase que sucedería si le mordía en el cuello, si arañaba su pecho…
… o si rodeaba con sus manos la flecha que había crecido entre las piernas del Wolfgang.
Era el instinto más animal que podía sentir. Continuar suponía el abandono completo de su lógica y lucidez… un abandono al que se lanzó sin pensarlo.
Cerró los ojos, disfrutando de los gemidos, para nada controlados, de Mozart. El cuerpo de este temblaba, apoyándose contra el pecho del italiano, dejando apresados los brazos de ambos que aún se encontraban en la misma posición que al principio.
Le acariciaba de arriba abajo, rítmicamente, como si algo dentro de él le indicase todas las cosas que debía hacer. En que momento debía acelerar, en los lugares donde debía apretar, y cuando apoyar su boca en el oído de Wolfgang, recorriendo con su respiración el interior del compositor.
Y de pronto, una descarga hizo convulsionar al alemán, provocando que un líquido caliente empapase la mano de Antonio.
Esa pequeña acción le devolvió violentamente a la realidad.
¿Qué se suponía que estaba haciendo?
Se echó hacia atrás de golpe, soltando la muñeca de Mozart, que se tumbó de lado sobre el colchón, jadeando desmesuradamente.
Acababa de mancillar todo por lo que había luchado desde niño… solo… solo por… ¿por qué?
Se limpió la mano en los pantalones y se levantó bruscamente, sin ser capaz de ordenar un mínimo sus pensamientos.
Debía marcharse de allí rápidamente.
Se agachó para coger la chaqueta de cuero, y en ese momento, Mozart se giró para poder mirarle.
Estaba totalmente sonrojado, y los rastros de algunas lágrimas aún se atinaban a ver alrededor de sus ojos cristalinos y brillantes.
Pero a pesar de su aspecto lloroso, sonreía triunfante:
- Me ha gustado lo que hemos compuesto, Antonio. Cuando quieras repetimos.
Se acabó.
Se giró corriendo y desapareció entre los cortinajes del telón. Tenía que irse de allí, salir a la calle lo más pronto posible e irse a una iglesia. Necesitaba pedir perdón a Dios y… ¿así mismo?
Pero su huída se vio pausada durante unos segundos. Unos segundos en los que se encontró de frente con Constanze Mozart Weber, que le observaba escondida apoyada en el telón.
Y muy lejos de estar enfadada, triste o dolida… sonreía lascivamente, invitándole a una velada que Salieri se vio totalmente indispuesto en aceptar, corriendo hacia la salida…
… dejándose olvidado el cuaderno que había ido a buscar.
Mi queridisimo, apuestisimo, divertidisimo, irresistibilisimo genio.
ResponderEliminarSolo tengo algo que decir...
¡LO LOGRAMOS! :D