- ¿Tienes un momento?
- No.
- ¿Y qué es lo importantísimo que estás haciendo como para no poder dedicarme un momento?
El silencio era una respuesta más que suficiente. O eso esperaba el pelinegro:
- Oye, que te estoy hablando.
- Leer. Eso es lo que hago tan importante.
- Pero puede esperar.
- Lo tuyo también.
- No.
- Sí.
- No.
- Déjame en paz.
Eso era algo que no entraba en los planes del pelirrojo. Sonrió de oreja a oreja y le quitó el libro de las manos, logrando esquivar un puñetazo en el estómago en el último momento:
- Devuélvemelo ahora mismo.
- Solo escúchame cinco minutos.
- Ya te he dicho que no. Dame el libro.
- ¿Y si no quiero?
El joven se quitó las gafas, levantándose del sillón en el que se encontraba, avanzando un paso hacia su hermano:
- Te rompo la nariz.
La respuesta le hizo gracia al otro, arrancándole una risita:
- Si te acercas más tiro el libro por la ventana.
- ¿Por qué no podías desaparecer durante, no sé, unos años?
- Te aburrirías muchísimo sin mí.
- He dicho que me des el libro.
- Venga, Eddy, solo son cinco minutos, en serio.
El pelinegro dejó escapar un suspiro de derrota. Sabía de sobra que Yago no le iba a dejar en paz, y la verdad, no tenía ninguna gana de empezar una pelea. Así que se volvió a sentar masajeándose el puente de la nariz:
- Cinco minutos.
- De sobra.
Yago corrió hacia el dormitorio que compartían y regresó con la guitarra, provocando en Edmond un nuevo suspiro. El pelirrojo puso los ojos en blanco mientras se sentaba en uno de los taburetes y se colocaba el instrumento:
- ¿Sabes? Para tener trece años, pareces un amargado de cuarenta.
- Tu tiempo corre.
- Voy, voy…
Tomó aire y rasgueó el primer acorde. Sonaba sucio, débil, pero el segundo mejoró. Sus labios temblaron levemente, y mientras sus dedos comenzaban un punteo mucho más decidido, su boca dejó escapar una frase, que murió en el nacimiento de otra, que se hiló con la siguiente.
El cuerpo le pedía que cerrara los ojos y se dejase llevar por la música, pero su mirada se mantenía fija en los ojos de su hermano, desafiándole a seguir escuchando.
La letra hablaba sobre cielos e infiernos, sobre sueños y milagros, héroes y culpables, búsquedas y respuestas. La letra hablaba sobre algo que ambos conocían, un tema que abarcaba mil preguntas y que no concretaba nada. La letra hablaba sobre algo que tenían entre manos y aún no llegaban a descifrar si lo querían o no. La letra hablaba sobre el mundo entero, sobre miles de personas que vivían día a día. La letra hablaba sobre ellos.
La voz de Yago subía y bajaba, arañaba los graves más profundos, y se aventuraba a elevarse por el cielo con los agudos. Su pecho subía y bajaba, y su caja torácica se hinchaba a cada nota que su garganta creaba.
Solo estaba su voz y la guitarra, pero era demasiado fácil permitir a los oídos el imaginarse un bajo apoyando el sonido de su instrumento, una batería marcando el ritmo, e incluso si te concentrabas, un coro de voces diversas acompañando cada palabra. Era demasiado fácil imaginarse a Yago sobre un escenario, cantando esa misma canción bajo la luz de los focos, cantando para miles de personas que gritaban su nombre.
Y Edmond solo le miraba, intentando contener las facciones de su rostro, impidiendo que demostraran la emoción que comenzaba a embargar su pecho conforme los segundos iban transcurriendo.
Porque la música era buena, la letra era buena, y su hermano era buenísimo.
Poco a poco la voz rasgada del pelirrojo fue muriendo, y las notas espaciándose las unas de las otras hasta que el silencio les envolvió sin que ninguno pareciese dispuesto a romperlo.
Sus ojos no habían dejado de perderse en los del otro en ningún instante, y sin que fueran conscientes de ello, sus respiraciones iban al unísono, convirtiéndoles en un reflejo idéntico de su hermano:
- ¿Y bien? ¿Te he hecho perder mucho el tiempo?
- Desde que naciste.
- No me seas cabrón.
- No has especificado.
Ambos sonrieron de lado, mostrándose los dientes en un gesto tan natural en ellos, que parecía estar ensayado hasta la saciedad.
- ¿Qué te parece la canción?
- ¿Qué opinas tú de ella?
- Que es la hostia.
- ¿Entonces para que cojones me preguntas a mí si ya sabes la respuesta?
La sonrisa de Yago se ensanchó, abarcándole el rostro entero, haciendo que sus ojos se iluminasen de súbito. Estaba radiante:
- Necesitaba tocarla para alguien, aunque supiera de sobra que no la apreciaría.
- Qué respuesta tan estúpida. Dame el libro.
- ¿Y si no quiero?
El joven se colocó las gafas, levantándose del sillón donde se encontraba, avanzando un paso hacia su hermano:
- Te rompo la nariz.
La respuesta le hizo gracia al otro, arrancándole una risita.
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