Cuando elijo a una mujer, no me suelo fijar en el físico. Me da igual si son rubias, pelirrojas o morenas; si tienen los ojos claros u oscuros; no me importan sus curvas ni su altura.
Cuando elijo a una mujer, lo primero que me atrae es su forma de caminar. Si es decidida, si titubea en sus pasos, si lleva la cabeza alta o de si contonea la cadera.
Lo segundo más importante es su estado de ánimo. Por mucho que intentemos esconderlo, siempre queda un atisbo, que solo una persona observadora (como yo) podría apreciarlo.
Cuando elijo a una mujer, no paro hasta que la consigo.
Podríais pensar pues, por este razonamiento, que soy una mujeriega, que las tengo a mansalva. Y no podríais estar más equivocados.
Porque cuando yo poso la mirada en una mujer y decido que ella es la elegida, no me baso ni en su forma de caminar ni en su estado de ánimo, y muchísimo menos en su físico.
Cuando elijo a una mujer, es porque con el mero de hecho de haberla visto de reojo, me ha enamorado.
Yo no convierto en arte a una simple fulana que se acueste conmigo por una bolsa de dinero medio vacía. Ellas son mis musas, y si no las amo hasta el borde de la locura, es que no son las elegidas.
Quise a Lisbeth desde la primera vez que su aroma quedó prendado en el aire cuando pasó caminando apresurada a mi lado. No me hizo falta ni siquiera echarle un vistazo. Supe que ella iba a ser la siguiente.
Pero jamás me imagine que esta nueva ninfa, dueña de mis más pecaminosos delirios, deseara tanto formar parte de mi arte, que me fuera imposible poder cumplir sus deseos.
Me mira desde el marco de la cocina. Las vendas que recubren sus muñecas están empapadas de una sangre que no es la suya. Lleva un trapo húmedo en la mano derecha, e intenta limpiarse la falda y el corpiño, que se encuentran tan manchados como las vendas, los zapatos o mi propia ropa.
Lo que acabamos de hacer no es arte, ni si quiera puede considerarse un burdo asesinato. Es una carnicería, una bajeza que solo el hombre podría llevarlo a cabo. Es una matanza que solo sirve para saciarme durante un plazo de tiempo limitado, rozando la fina línea de la locura a la que me somete mi cuerpo y mente por resistirme a seguir creando arte.
Pero a ella le gusta. No, más que eso, le produce verdadero placer el observarme arrebatar tortuosamente la vida a un hombre. E incluso, si tarda en llegar al éxtasis solo como mera espectadora de la escena, me suplica que la haga partícipe de ella.
Se humedece los labios y deja el paño ensangrentado en una mesilla mientras camina hasta mí, sentándose en el borde del colchón. Suspira y baja la mirada, clavándola en mis propias botas.
No hace falta que diga nada, ha pasado el suficiente tiempo como para que sepa leer en sus silencios.
Me giro y comienzo a besar la base de su mandíbula. Cuando Lisbeth se estremece, arranca en mis labios una sonrisa ladina. Mis besos prosiguen por su barbilla, y cuando por fin mi boca se refugia entre la suya, las manos de mi musa se enredan en mi cabello, agarrándolo con fuerza, profundizando el beso.
Jadeamos la una contra la otra, y noto como un hilillo de saliva escapa por la comisura de sus labios. Corto el beso y lamo ese líquido dulzón, para dejar que mi lengua baje hasta su cuello, donde muerdo la carne con fuerza, succionando la piel, obligándola a gemir y arañarme la nuca.
Su respiración es tan acelerada que es imposible discernir cuando toma aire y cuando lo expulsa. Solo siento como su pecho asciende y baja a un ritmo que no puedo comprender. Las manos que descansaban en mi nuca no pierden tiempo en bajar por mi espalda, acariciando mis omóplatos sobre la ropa, descendiendo hasta las caderas, donde vuelven a arañar levantando la tela.
No tardamos mucho en arrancarnos la ropa entre jadeos a media voz y gemidos ahogados. Incluso en su desnudez sigue habiendo restos de esa sangre tan impía. Empujo sus hombros hasta tumbarla del todo sobre las mantas, y tras posicionarme sobre ella, lamo cada centímetro de piel expuesta. Es salada, es dulce, es agria, es amarga.
Sus manos arañan la colcha cual gato, y se transforman en puños para golpear el colchón cuando recorro las zonas más sensibles. Sus gemidos golpeando con fuerza las paredes y retornan a nuestros oídos con mucha más potencia, como duplicados, triplicados.
Aunque nada es comparado a lo que sucede cuando mi lengua se cuela entre sus labios peludos y saboreo su sexo sin pudor alguno. Arquea la espalda y casi grita mi nombre entre dientes.
Acaricio sus piernas antes de separarlas más, delineando sus muslos distraídamente con las yemas de los dedos, mientras mi boca arranca de la suya gritos cargados de un placer que ni si quiera el verme rebanar el cuello a un hombre puede provocarle.
Y dejo que mi mente se quede en blanco, que todos los pensamientos que pudieran poblarla minutos antes de desvanezcan como una niebla cerca de la costa. Solo queda Lisbeth, sus temblores, sus gemidos, su aroma y su sabor. No me importa nada más que no sea ella.
La sensación es tan parecida a la que me recorre cuando mis manos crean arte en el cuerpo de una musa, que noto como mi entrepierna de humedece notablemente.
No pasa mucho tiempo hasta que un grito impera sobre los demás. Su esencia pronto llena mi boca, y la trago despacio, saboreándola con una sonrisa, dejando que ella se recupere antes de separarme de su sexo.
Está tan bella. Sudorosa, con las mejillas encendidas, presa aún de los temblores propios del orgasmo.
Cuando elijo a una mujer, no me suelo fijar en el físico. Lo primero que me atrae es su forma de caminar. Lo segundo más importante es su estado de ánimo.
Me incorporo y gateo sobre la cama hasta llegar a su lado. No espera ni dos segundos, se gira violentamente y me abraza, enterrando su rostro en mi pecho. Aún jadea y sus manos temblorosas se aferran a mi piel.
En la posición en la que nos encontramos me resulta difícil poder mirarla, pero aún así lo consigo. Mi sonrisa se ensancha, y tras arroparnos medianamente con la colcha, deposito un leve beso sobre su cabello antes de que Morfeo nos atrape a ambas.
Cuando elijo a una mujer, es porque con el mero de hecho de haberla visto de reojo, me ha enamorado.
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