Casos de emergencia

No me gusta matar. Se me antoja un acto atroz, una acción despreciable, una bajeza que solo la escoria de los humanos pueden cometer.

Por eso nací siendo de esta horrible raza.

Pero no os equivoquéis, no soy un ser humano normal. Yo no tengo el instinto de matar como algo apagado, dentro de mi cuerpo, algo que se que existe pero me niego a reconocerlo.

No me gusta matar. Pero para mí es una necesidad tal como respirar.

No me confundáis con un mero loco que goza degollando señoritas. Para mí, que tengo asumido el hecho de que las ganas de matar fluyen por mis venas, lo acuno como si fuera mi retoño.

He pasado años estudiando, practicando, mejorando y perfeccionando el arte del asesinato justo para eso, para convertirlo en un arte.

Pero como tal, no se puede practicar a la ligera. Yo creo obras maestras, no abortos.

Y hay ocasiones en que la necesidad de tener las manos manchadas de una sangre que no sea la tuya son tan voraces que incluso sientes sus dientes desgarrarte el vientre por dentro.

Para eso están ellos, los tíos. Dentro de lo despreciable que es la raza humana, ellos son los peores. Por eso ni si quiera me planteo en convertirles en mis musas… ellos están para casos de emergencia.

Emergencias como la de pasarte días enteros sin dormir, solo fantaseando con morder un corazón aún palpitando.

Ni siquiera me molesto en afilar mis instrumentos, solo los meto dentro de la bolsa y salgo a la calle de caza. Porque eso es lo que soy, un depredador buscando a su pobre presa, su víctima.

Él no se lo espera, ¿quién puede esperarse que alguien le dé un ladrillazo en la nuca para dejarle inconsciente?

Le cargo como si fuera mi padre borracho, o algo así, y caminamos hasta una casa en construcción, no hay lugar mejor para la barbarie que pienso cometer.

Espero a que se despierte, solo para poder ver en sus ojos la sorpresa, el miedo, la desesperación, la agonía…

En cuanto comienza a volver en sí le atizo con una vara de hierro que he encontrado allí, justo en la sien. Cuando cae al suelo vuelvo a golpearle, sobre el oído. Dos veces, para que se reviente y sangre.

Él grita, y tengo que morderme el labio inferior para no gemir.

Me quito el sombrero y la chaqueta antes de lanzarme sobre él, girándole, arañando su rostro. Ambas mejillas quedan tatuadas con cinco caminos escarlatas paralelos.

No me gusta el tacto de su piel a causa del vello facial mal afeitado. Le doy un puñetazo en la mandíbula y me levanto.

Balbucea algo de que tiene dinero, que nos da la cartera y no dirá nada a la poli. Pongo los ojos en blanco y ni siquiera me tomo la molestia en decirle que su dinero me la suda.

Abro mi maletín y saco un bisturí.

Al girarme, él vuelve a gritar, y esta vez no logro esconder el jadeo que nace de mi garganta.

Intenta huir, pero le agarro del tobillo y le arrastro de nuevo a mis pies. Me siento sobre sus rodillas y rasgo sus pantalones, no lo suficiente como para cortarle, pero si para que pueda sentir el filo de mi arma. Tiembla y ya ni siquiera intenta escapar.

Me arrastro sobre él para poder acomodarme sobre su cadera y levanto el bisturí muy alto antes de dejarlo caer sobre su hombro, arrancándole un chillido, como si fuera un cerdo. Lo he metido tan a dentro que la sangre hace que el mango se me escurra y tardo un poco en poder sacarlo.

En cuanto vuelve a estar fuera, no dudo el clavárselo en el otro hombro, y luego en el esternón, en las costillas.

Él solo grita y se retuerce.

No sé en qué momento se me escapa una risita, pero al escucharme, entremezclado con sus gritos, produce que un escalofrío recorra mi espalda. Debo parar, tiro el bisturí a mi lado y me permito el lujo de gemir a gusto.

No se va a mover, no puede, tiene los músculos en tal tensión que un solo movimiento y volverá a gritar, a sollozar como un bebé recién nacido.

Me levanto y voy corriendo a por mí bolsa. Estoy totalmente emocionada, excitada. Esto no es arte, no debo concentrarme, puedo gozar como una chiquilla en navidad si quiero.

Cojo un cuchillo de carnicero, uno de esos para poder filetear bien los gruesos trozos de carne de vaca. Lo agarro bien para que no se me escurra ahora y me giro, sonriendo de oreja a oreja.

Intento controlarme un poco, y camino despacio hacia él, disfrutando de como sus pupilas se dilatan y se mea encima, solo por el mero hecho de verme con el cuchillo en ristre.

No aguanto más y me tiro sobre él. Desgarro su camisa y clavo el cuchillo, abriéndole el estomago como si fuera una tarta. Grita, chilla, solloza, y poco a poco su garganta se llena de sangre y comienzan a escucharse gorgoteos de su boca.

Separo la piel, rasgo los músculos. Sé que aún sigue vivo por sus espasmos, y porque sus ojos siguen fijos en mí. Clavo el cuchillo varias veces más antes de dejarlo a mi lado y seguir el trabajo con las manos. Las introduzco en sus entrañas y araño lo que pillo, sin pararme a pensar en que órgano será.

Las texturas que me encuentro son tan diversas que vuelvo a gemir, casi guturalmente, antes de meter la cara en ese agujero que yo misma he creado. Clavo los dientes en lo primero que encuentro y tiro de él. Un chorro de sangre me llega directamente a la boca y me la inunda.

De pronto deja de moverse. Su sangre deja de fluir tan rápido como antes, y ni siquiera gorgotea. Me incorporo y lo miro, sus ojos parecen velados por una sábana, y están fijos en un punto muerto. Qué ironía.

Gruño entre dientes, odio cuando se acaban tan deprisa. Busco a tientas el cuchillo, y en cuanto cojo bien el mango lo levanto sobre su rostro. Un corte, y otro, y otro, y otro, y otro.

Son rápidos, profundos y sin vacilar. En menos de un minuto es irreconocible.

Aún deben pasar unos minutos hasta que mi respiración se normaliza y los latidos de mi corazón cesan en esa extraña carrera.

Me levanto despacio y le observo. Es horrendo.

Me pongo a su lado y comienzo a darle patadas hasta que logro tirarle al agujero, de esos que hacen para poner los cimientos. Son hondos, anchos, nadie mira dentro. Mañana llegarán y lo llenarán con cemento. Nadie sabrá nada, ni siquiera preguntarán.

Recojo el bisturí y el cuchillo, los limpio con el bajo de mi camisa y los aviento a mi bolsa antes de cerrarla. Soy una chica previsora y me quité el abrigo, así nadie verá las manchas de sangre. Estoy hecha un asco.

Me giro y sonrío con lo que me encuentro.

Lisbeth está apoyada contra un montículo de madera. Tiene los ojos entreabiertos y luce agotada. Se ha levantado la falda, y por el estado de sus húmedas medias puedo adivinar por y para qué. A pesar de todo, ella también sonríe.

Es tan hermosa.

Camino lentamente hasta ella, me inclino y beso sus labios. Lisbeth ni se queja de que estén manchados de sangre, corresponde a este torpemente, arrancándome una risita:

- Quiero colaborar en el próximo.- susurra.

- Me lo pensaré.- murmuro.

- Está bien…- dice con una sonrisa antes de levantarse y volver a besarme.

Acaricio su cabello sudado antes de colocarme el abrigo, abrochármelo completamente y ponerme el sombrero. Ella carga con mi bolsa y tiende su mano hacia mí cuando cree que ya estoy preparada.

Es tan perfecta que las fantasías por destriparla nunca se van de mi mente. Pero aún no es el momento… y parece que nunca lo será…

Extiendo mi mano y entrelazo los dedos a los suyos. Mientras comenzamos a caminar, alejándonos de aquel macabro (aunque nadie lo llegue a saber nunca) lugar, me pregunta si me apetece algo de comer, a lo que yo contesto que se me antoja un chocolate caliente.

No me confundáis con un mero loco que goza degollando señoritas. Para mí, que tengo asumido el hecho de que las ganas de matar fluyen por mis venas, lo acuno como si fuera mi retoño.

He pasado años estudiando, practicando, mejorando y perfeccionando el arte del asesinato justo para eso, para convertirlo en un arte.

Pero como tal, no se puede practicar a la ligera. Yo creo obras maestras, no abortos.

Para eso están ellos, los tíos. Dentro de lo despreciable que es la raza humana, ellos son los peores. Por eso ni si quiera me planteo en convertirles en mis musas… ellos están para casos de emergencia.

No hay comentarios:

Publicar un comentario