Dos, tres, y volvemos a empezar.
Dos, tres, una vuelta, coge mi mano, y volvemos a empezar.
Dos, tres, y volvemos a empezar.
Levanto la mirada del suelo, donde voy contando mis pasos para no pisar a Geoffrey, que baila justo delante de mí.
Todo el reparto (el que no está ensayando sobre el escenario, claro está) nos mira desde las bambalinas o la platea. Algunos van tarareando la música que se supone que bailamos, otros repasan su texto… y creo que Michael y Benjamin están apostando a las cartas al fondo, cerca de la salida.
Estrenamos en una semana, y el autor aún nos debe la última escena. Brandley está furioso, hemos tenido que retrasar toda la obra unos días más, y el maestro de festejos comienza a impacientarse con esta impuntualidad.
Pero poco podemos hacer, si su musa se ha casado es normal que lo último que le apetezca escribir sea una comedia romántica.
Hoy hemos decidido ensayar con el vestuario, y todos estamos ataviados con pesados ropajes, que en mi opinión, solo estorban en la escena. Es imposible que una mujer pueda moverse con tanta soltura y respirar llevando uno de estos corsés… por no hablar de recordar su texto y poder recitarlo sin errores.
Dos, tres, y volvemos a empezar.
Dos, tres, una vuelta, coge mi mano, y volvemos a empezar.
Dos, tres, y volvemos a empezar.
Trastabilleo, lo que me cuesta la mirada asesina de Brandley en la nuca. Me muerdo el labio inferior y regreso la mirada al suelo, contando los pasos una y otra vez.
Podemos haber ensayado esta escena por lo menos durante más de una hora, pero parece que no se sienten satisfechos. “No os movéis con naturalidad” nos dicen, ¿pero como esperan que lo hagamos con estos trajes, sin contar el hecho de que nunca hemos estado en un baile de alta alcurnia, como el que se supone que representamos?
Es tener tal pensamiento en mi mente y escapárseme una sonrisa. No es necesario ni siquiera que levante los ojos de mis propios pies para saber que el hombre que sujeta mi mano tiene los suyos propios clavados en mí, leyéndome el pensamiento, como viene haciendo desde que nos conocemos, y deseando que no nos encontrásemos en medio de un ensayo para poder echarme la bronca.
“El trabajo de un actor no es un juego, deberías dejar de quejarte tanto”, escucho su voz en mi cabeza, repitiendo la misma frase que dice siempre. Aprieto los labios y contengo una risa.
Darío ha pasado la vida entera en el teatro. Se unió a la compañía siendo no más que un zagal, convirtiéndose en la dama de todas las obras, y cuando su voz dio el cambio, no hubo papel de príncipe o enamorado que se le resistiese.
Pero para mí, que esta es solo la segunda vez que me subo a un escenario, todo se me antoja demasiado complicado.
De pronto, alguien tras nosotros grita que tiene hambre. No me da tiempo a identificar su voz, ya que no tardan en sumarse a su queja los demás actores. Brandley grita cuatro improperios, pero aún así nos dice que paremos.
Dejo escapar un suspiro y sonrío mientras me separo del grupo rumbo a la zona de vestuario:
- ¡Clotilde!
Ese es el personaje que interpreto, así que me giro torpemente:
- ¿Sí?
- Cuando bailes, quita esa cara de mustio, se supone que bailas con el amor de tu vida, no con tu suegra.
El comentario es coreado por algunas risas entre el reparto:
- ¡Es que este corsé me aprieta! ¡Y la peluca pesa!
- ¡Quejica!
- Claro, tú no lo llevas.- me defiendo.
- ¡Gracias a Dios! Pero mientras tu voz siga siendo la de una princesita, acostúmbrate a esos ropajes.
Nuevas risas me arman de valor para contestarle como es debido… pero Darío aparece a mi espalda y tapa mi boca con su mano:
- ¡Oh, vamos! ¡Déjale que se defienda! ¡Está en su derecho!-exclama Brandley, aguantándose la risa que lucha por escapar de entre sus labios.
- Yo le dejaría si hiciese cualquier otro papel, pero Fred tiene la lengua muy larga, y no creo que os convenga tener una protagonista con un ojo morado.
Me revuelvo entre sus brazos y me zafo, encarándole. Mis labios dibujan una sonrisa amplia de oreja a oreja, pero aún así finjo estar molesto, cruzando los brazos sobre mi pecho:
- ¡Ya soy un hombre! ¡Déjame darle su merecido a ese rufián por meterse con un artista!
- ¿Artista? Yo solo veo a una gata sacando las uñas sin ningún motivo.
- Pues para ser una gata, no me tratáis como una.
Parece ser que el resto de nuestros compañeros se han reunido para vernos “pelear”, ya que sus risas y comentarios se escuchan cerca y a nuestro alrededor. Si discutiese con cualquier otro, el que fuéramos el centro de atención solo serviría para que siguiésemos alzando nuestras voces hasta terminar revolcándonos sobre la madera del escenario entre risas.
Pero no con Darío. Él vive por y para el público.
Me sonríe de lado, picaresco, y coge mi mano para tirar de mí, haciendo que nuestros pechos choquen. Y aprovechando la cercanía, une sus labios a los míos, exactamente igual que en algunas de las escenas que compartimos.
Sonrío contra estos, y lejos de alejarme, rodeo su cuello con mis brazos, entreabriendo la boca, permitiendo que su lengua se cuele y acaricie la mía, divertida.
Oigo como la compañía entera, que se encuentra en torno a nosotros, estalla en carcajadas, silbándonos algunos, e incluso más de uno se atreve a tirarnos un poco de pan o una bola de papel.
Nadie nos censura, a nadie le preocupa lo que hagamos. La vida de un actor es tan parecida a la del resto de las personas que viven sin pisar en escenario en toda su existencia como la de un cerdo a un marqués.
Nos separamos lentamente, aún disfrutando del sabor de la boca del otro, y dejamos que unas risitas cómplices se escapen en un susurro antes de cortar el abrazo y girarnos para hacer una pronunciada reverencia a nuestro peculiar público.
- ¡Bueno, bueno! ¡Basta de revolucionar al resto y guardaos vuestros besuqueos para el estreno!
- Pero, Brandley, ¿no decíais que mi cara no parecía natural en escena? ¡Pues dejad que me deje llevar por la pasión de mi amado y os muestre mis instintos más básicos!
A pesar de que ríe, sigue gritándonos que somos unos escandalosos, que los actores de pueblo como nosotros solo servimos para armar barullo y no trabajar, todo eso entremezclado entre mil juramentos y maldiciones, como debe ser.
Y se sigue escuchando su estruendosa voz de fondo cuando Darío y yo, aún cogidos de la mano, salimos con el resto de actores rumbo a la taberna cercana, dispuestos a dar buena cuenta de un plato de estofado y una jarra a rebosar de vino.
Porque el trabajo de un actor no es un juego, pero si se hace bien, bien de verdad, se puede disfrutar tanto… que un juego a su lado resultaría terriblemente aburrido.
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